Fuente: https://www.abc.es
Por: Manuel P. Villatoro
La llegada a España de Napoleón Bonaparte,
el personaje de moda en las últimas semanas, cambió el tablero de
ajedrez internacional. Al otro lado del Atlántico, en los territorios
rojigualdos de ultramar, la castiza guerra de liberación contra el galo
espoleó los movimientos de emancipación del ya no tan Nuevo Mundo. Al
calor de aquellos tumultos emergió además un tipo tan popular como
controvertido: Simón Bolívar. Porque sí, el hombre que
lideró durante dos décadas la guerra para conseguir la independencia de
Bolivia, Ecuador, Perú, Venezuela y Colombia atesoró también episodios
oscuros contra los pueblos que se mantuvieron fieles a la Monarquía
hispánica.
De entre todos ellos, existe uno que ha derivado en mil discusiones por parte de los historiadores: la llamada 'Navidad negra' de 1822. El 24 de diciembre de ese mismo año, las tropas del edecán de Bolívar, Antonio José de Sucre, penetraron en la ciudad de San Juan de Pasto, en el corazón del Virreinato de Nueva Granada,
para teñir de barbarie y sangre la contienda. Allí, en la cordillera
andina, acabaron con la vida de medio millar de hombres, mujeres y niños
que se habían declarado leales a España. El episodio escandalizó
incluso al que fuera amigo personal de Bolívar, Daniel Florencio O'Leary, cuyas palabras sobre aquella pesadilla fueron recogidas por el cronista decimonónico Rufino Gutiérrez:
«La esforzada
resistencia de los pastusos habría inmortalizado la causa más santa o
más errónea, si no hubiera sido manchada por los más feroces hechos de
sangrienta barbarie con que jamás se ha caracterizado la sociedad más
inhumana; y en desdoro de las armas republicanas, fuerza es hacer
constar que se ejercieron odiosas represalias, allí donde una generosa
conmiseración por la humanidad habría sido, a no dudarlo, más
prestigiosa. Prisioneros degollados a sangre fría, niños recién nacidos
arrancados del pecho materno, la castidad virginal violada, campos
talados y habitaciones incendiadas, son horrores que han manchado las
páginas de la historia militar de las armas colombianas en la primera
época de la guerra de la independencia».
Germen de la revuelta
La guerra que asoló el Virreinato de Nueva
Granada –hoy parte de Ecuador, Colombia, Panamá y Venezuela– se cuenta
entre las más cruentas de la región y se extendió hasta mucho después de
la fundación de la República de Colombia –la llamada 'Gran Colombia'–
en 1819. Aunque, de entre todas las regiones realistas de la zona, hubo
una suerte de pequeña aldea gala que se transformó en un verdadero
escollo para las tropas de Bolívar: San Juan de Pasto.
La larga resistencia de sus habitantes a las ideas independentistas se
vio favorecida por los privilegios que habían adquirido durante su etapa
colonial, sus firmes convicciones monárquicas y católicas, y un rechazo
a los mangoneos que arribaban desde la nueva república.
«En Pasto se sostuvo una
oposición a la independencia porque implicaba la desaparición de una
monarquía que protegía sus propiedades colectivas frente a los abusos
históricos cometidos por los terratenientes criollos que simpatizaban
con la república», explicaba el historiador Felipe Arias a la cadena BBC en 2019.
A esta larga lista de causas se sumó la zona privilegiada en la que se
asentaba Pasto; un valle rodeado de montañas que, en palabras del
experto, convertían la población en una fortaleza natural contra los
hombres de Bolívar. Las cifras no mienten: desde los primeros vientos
independentistas, esta urbe resistió durante 15 años los envites del
enemigo.
Con lo que no contaba Bolívar era con que las
llamas de ese sentimiento realista no se habían extinguido y que no
tardarían en crepitar. En octubre de 1822, la región se alzó en armas
por enésima vez contra los ejércitos de la 'Gran Colombia'. Al frente de
las tropas se pusieron dos antiguos oficiales del ejército leal: el
español Benito Boves y el pastuso Agustín Augalongo.
Y durante las primeras semanas pusieron en aprietos a sus enemigos a
golpe de guerrilla. Pero, como toda acción conlleva una reacción, los
independentistas enviaron a la zona al Mariscal de Ayacucho, Antonio
José de Sucre –uno de los mejores amigos del 'Libertador'– con un amplio
ejército formado, entre otros, por el veterano Batallón Rifles.
A partir de entonces se vivió una etapa de
golpes y contragolpes en la que los pastusos demostraron su tenacidad
con varias victorias. El mandoble más doloroso se lo propinaron al
ejército de Sucre en la batalla de Cuchilla de Taindalá, acaecida a
finales de noviembre de 1822. Edgar Bastidas Urresty, autor de 'Las
guerras de Pasto', confirma en sus muchos artículos sobre el tema que el
general tuvo que hacerse fuerte y aguardar hasta la llegada de
refuerzos un mes después. Ya con sus ansiados refuerzos, derrotó a los
realistas en Yacuanquer y les obligó a retirarse hasta San Juan de
Pasto. En palabras del autor, aquello condenó a los revoltosos:
«Para no dar lugar a que se organizara la
defensa de Pasto, el general Sucre dispuso el avance de su ejército al
amanecer del 24. En las horas del mediodía aparecieron por el sur de
Pasto las vanguardias del Rifles. Boves trató de hacerse fuerte en la
colina donde está el templo de Santiago y en pequeños montículos
cercanos, pero todo fue inútil. El Ejército patriota entró sin mayores
esfuerzos, ocupó las calles y al atardecer, la resistencia había
terminado. Boves y los curas que le eran adictos huyeron hacia el
Putumayo. Agualongo y su colaborador Merchancano se ocultaron».
Navidad negra en Pasto
Fue entonces cuando se desató el infierno. Con
las tropas realistas vencidas y, en su mayor parte, huidas, las tropas
de Sucre entraron a San Juan de Pasto y dieron rienda suelta a su
barbarie. Según una buena parte de los expertos, bajo las órdenes de un
Bolívar que anhelaba dar un escarmiento ejemplar a los realistas.
Murieron medio millar de hombres, mujeres y niños, amén de la larga
lista de tropelías que perpetró el Batallón Rifles. «Ocupada la ciudad,
los soldados cometieron todo género de violencias. Los mismos templos
fueron campo de muerte. En la iglesia matriz le aplastaron la cabeza con
una piedra al octogenario Galvis», desvela el historiador Leopoldo
López Álvarez en uno de sus artículos.
El historiador de mediados del siglo XX,
Alberto Montezuma Hurtado, dejó escrito también que «bajo la vista del
general Sucre, los vencedores se entregaron al saqueo de la ciudad,
distinguiéndose por sus atrocidades el famoso Batallón Rifles, con su
jefe Arturo Sanders a la cabeza». La venganza recayó sobre familias
enteras que acabaron bajo tierra. No hubo piedad para nadie; ni siquiera
para las esposas y chiquillos que se escondieron en la iglesia de San
Juan de Pasto. Todos ellos abrazaron a la Parca tras un desfile de
cuchilladas, bayonetazos y fusilamientos. Heridos, rendidos, lisiados...
Todo aquel que no huyó de la urbe fue castigado, como explicó José
María Obando, testigo de los tristes sucesos:
«Las puertas de los domicilios se abrían
con la explosión de los fusiles para matar al propietario, al padre, a
la esposa, al hermano y hacerse dueño el brutal soldado de las
propiedades, de las hijas, de las hermanas, de las esposas; hubo madre
que en su despecho saliese a la calle llevando a su hija de la mano para
entregada al soldado blanco, antes que otro negro dispusiese de su
inocencia; los templos llenos de depósitos y de refugiadas, fueron
también asaltados y saqueados; la decencia se resiste a referir por
menor tantos actos de inmoralidad ejecutados en un pueblo entero que de
boca en boca ha trasmitido sus quejas a la posteridad».
El número total de bajas todavía está en
entredicho. El general de la época Tomás Cipriano de Mosquera recalcó
que habían caído más de cuatrocientas personas. A cambio, explicó, «el
gobierno nacional solamente tuvo seis muertos y cuarenta heridos».
Aunque otros tantos como el historiador Pedro Fermín Cevallos apuntan
que el número pudo ascender hasta los ochocientos. Lo que está claro es
que la barbarie contó con la aprobación de un Bolívar que, en 1825,
todavía llamaba a la destrucción de la urbe: «Los pastusos deben ser
aniquilados, y sus mujeres e hijos transportados a otra parte, dando
aquel país una colonia militar. De otro modo, Colombia se acordará de
los pastusos cuando haya el menor alboroto».
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